jueves, 18 de agosto de 2011

EL PASO DE LA VIDA


No era tan descabellada esa idea de nacer anciano y acabar siendo un bebé.

Esa es la preciosa historia de Benjamin Button, una película que nos hizo emocionarnos y que sin imaginarlo, siento que está mas cerca de la realidad de lo que pensaba, eso sí, representada de una manera grotesca, y es que antes de morir nos parecemos más a un bebé de lo que creemos, siempre rodeados de gente y solicitando ayuda. Y desde luego una cosa queda clara, nacemos y morimos solos.

Porque en la vida, el bebé inocente e indefenso, que depende de los demás, crece y se desarrolla para terminar el ciclo convertido en un anciano igualmente inocente y dependiente, que más que una persona adulta y autosuficiente, se parece a un bebé.

Se le habla con paciencia y tranquilidad, se le explican cosas que hace muchos años ya conocía, se asombra y se sorprende pareciendo que de nuevo, ha vuelto a empezar, desprendiendo la misma ternura.

He visto este verano, como un familiar nace y otro desaparece, y como uno de apenas 4 meses necesita que lo ayuden y otro de 80 años también. Que lo mimen, que lo acompañen para no estar solo, que le den mucho cariño, que lo alimenten, que lo laven, que lo vistan, que lo ayuden a caminar porque no lo hace, que lo ayuden a decidir, que lo ayuden a vivir, y en definitiva, que le proporcionen esas manos o esos pies que ellos no tienen para poder echar a vivir, como sinónimo de echar a volar.
Porque las alas son necesarias en el día a día de nuestras vidas, en los que trabajamos para aprender a volar, y cuando crees que lo pilotas todo, la adversidad se hace muro y con la caída, otra vez vuelta a empezar, por lo tanto los hombres deben estar siempre dispuestos a aprender de nuevo a planear.

Desde que nacemos, poco a poco, y con mucho esfuerzo y trabajo, adquirimos la fuerza para ser autosuficientes, y después de ese camino, que tanto nos hace disfrutar y sufrir, todo queda reducido a una maravillosa experiencia de vida que un entrañable anciano te cuenta desde su mecedora.

Eso hacía mi tío, “ El tito Ángel”; contar lo bien que había vivido y lo bien que lo había pasado, cuando iba y venía de disfrutar y a disfrutar, cuando divertirse era su máxima.

Siempre entre sonrisas y lágrimas, cuando entre sus recuerdos aparecían personas que ya no estaban y que habían sido sus amigos y compañeros de batalla. Aparecían esas lágrimas contagiosas; él se emocionaba cuando me veía a mí y a mi juventud, entre otras cosas, y yo, me emocionaba cuando lo veía a él y me transmitía esa pena; su pena por haberse hecho mayor y haber perdido a mucha gente que él quería y la de no poder seguir viviendo a su manera.
Siempre fue especial, y entre otros detalles graciosos, nunca se separaba de sus gafas de sol, iba con todo el glamour allá donde fuera, incluso en el hospital.

La última vez que lo vi, hace menos de una semana y tras hacerle una visita, me dijo contento y alegre “Adiós Guapa”, porque iba a curarse, yo le contesté, “Adiós Tito, ¡que te vas a poner bien!”. Y entre médicos y enfermeras que lo cuidaban y decidían por él, como los que deciden sobre un bebé, me dio la sensación de que esa podría ser la última vez.
Fue ahí cuando pensé, ¡que pena de esta vida!, que cuando te haces mayor, pareces un bebé; inocente, dependiente, entrañable, gracioso y llorón, y que después de 80 años en este mundo, transmite las mismas ganas de aprender y de vivir.